Arquitectura sin arquitectos
Por Paloma Soven
Desde la primera madre agricultura, que plantó aquellas semillas de trigo salvaje en la antigua Mesopotamia, la humanidad ha tenido la necesidad de asentarse en un lugar, dejar las cavernas y la vida nómada y construir cabañas. Ese fue el momento en el que alguien, que no era arquitecto, decidió construir su vivienda.
Nacieron las ciudades y los pueblos. Las personas construían con los materiales que tenían a su alcance y con el tiempo se fue acumulando un conocimiento ancestral, en el cual se diseñaban viviendas con materiales naturales, antisísmicas y acordes con el medio en el que se asentaban. Se entendía la construcción de la vivienda como un acto comunal en el que todo el pueblo ayudaba en su ejecución (las llamadas mingas en el sur de América Latina) y se consideraba la vivienda como un ente vivo, el cual respiraba y necesitaba de cuidados periódicos.
Después de aquello, llegó el llamado “desarrollo” en la arquitectura: el concreto armado. El concreto ya existía desde la antigua Roma; la innovación fue agregarle barras de acero para aguantar las cargas de tracción. Desde entonces comenzaron a crecer las ciudades y con ellas a desarrollarse la desigualdad entre la ciudad y la zona rural y de este modo, a aumentar la brecha entre ricos y pobres.
Las personas migraron a las ciudades y allá comenzaron a crecer los suburbios, tugurios, villas, slums, favelas, chabolas, etc. o como se le llama en lenguaje arquitectónico: los asentamientos informales. Estas viviendas están construidas con partes de residuos, con diversidad de materiales como ruedas de vehículos, trozos de lámina, plásticos, cartones y otros materiales que por lo general presentan condiciones insalubres de habitabilidad.
Estas viviendas nacieron bajo la premisa de ser temporales. Como los pueblos (hoy en día fantasmas en su gran mayoría) del desierto de Atacama, al norte de Chile, que se construían entorno a las minas de cobre a cielo abierto explotadas por capital extranjero. O la agrupación de palapas –construcciones hechas con techo de palma- que formaron pueblos alrededor de las fincas bananeras de la United Fruit Company en Guatemala.
En las ciudades, los suburbios asumieron el cariz de permanentes. Es la consecuencia inevitable del famoso “desarrollo”. Ya lo decía Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina: “el desarrollo desarrolla la desigualdad”. Y así es, el desarrollo desarrolla la desigualdad de las ciudades, de sus viviendas y de los habitantes que las habitan. El buen vivir se esfuma. Y pese a que las grandes esferas del mundo hacen Cumbres, las Naciones Unidas escribe sus Objetivos de Desarrollo Sostenibles y muchísimas ONGDs trabajan en ello, millones de seres humanos en el mundo siguen y seguirán sufriendo las consecuencias del perverso desarrollo.
Según el artículo 25.1 de la Declaración de los Derechos Humanos, las personas tienen derecho a una vivienda. Sin embargo, no se especifica qué condiciones mínimas debe poseer. Las personas construyen sus hogares como pueden, con o sin ayuda de sus vecinos, con o sin materiales óptimos, con o sin conocimientos de construcción y por desgracia, siempre con un ojo en el Occidente. Es decir, se puede observar una tendencia generalizada de apropiación de materiales de la construcción y “estilos” arquitectónicos provenientes de países occidentales (y por tanto, una desapropiación de técnicas y estilos locales de construcción y una pérdida del patrimonio cultural de las comunidades).
Yo he visto con mis propios ojos rascacielos en el centro de Dakar con muros-cortina (fachadas acristaladas). No quiero imaginar cómo debe ser trabajar en medio de la sabana africana con las paredes de cristal cuando exista un fallo eléctrico y no funcione el aire acondicionado. También he visto cómo en las regiones de Latinoamérica, África Subsahariana y en el sur de Asia se tiene la idea generalizada de que construir con bloque es sinónimo de desarrollo. Esta idea es como una gran epidemia que se expande a gran velocidad por los países en desarrollo: “Es fácil, rápido, barato y encima es como lo hacéis allí, en Europa” me dijo Bour, el jefe de los obreros de una obra que dirigí en un pueblo de Senegal.
Desde los inicios de la humanidad y en todo el mundo se ha construido con tierra y se han ido adquiriendo técnicas locales adaptadas totalmente a las condiciones de cada lugar. En América Latina estas técnicas podrían ser el bahareque (también llamado quincha o pau-a-pique), o se ha construido con materiales como el adobe (los adobes incas -de la zona del Tawantinsuyu- suelen ser mucho más pequeños que los heredados de los mayas de Mesoamérica), y el bambú (en Colombia llamado guadua y en Guatemala tarro). Desafortunadamente, estas técnicas se pierden a pasos agigantados con la aparición de ese gran material. El bloque no aísla térmicamente como la tierra de los adobes, ni resiste un terremoto con la elasticidad que lo hace la pared de quincha y la estructura de guadua. Por lo tanto y definitivamente, es necesario implementar la puesta en valor de este patrimonio cultural arquitectónico, pero mejorando estas técnicas en donde presentan fallas.
Desde hace unos años, ha tomado fuerza la bioconstrucción o construcción ecológica. Ésta trata de recuperar todas esas técnicas ancestrales, de mirar al pasado y aprender de aquellos conocimientos que han sido acumulados con los siglos y de mejorar estas técnicas aplicando las tecnologías y materiales actuales donde presentan carencias. Es la mezcla perfecta entre arquitectura vernácula y arquitectura moderna, desde una mirada respetuosa y resiliente. Además, dentro de la bioconstrucción se puede dar de manera muy fácil la autoconstrucción que, mediante unas nociones muy básicas, es posible construirse uno mismo una casa ecológica, con materiales locales y sobretodo: de bajo costo.
Entonces, yo me pregunto: ¿será la autoconstrucción con parámetros de bioconstrucción una posible solución a los asentamientos informales que crecen cada día entorno a ciudades como Barranquilla o Bombay? Imagino un mundo en el que cada habitante del slum Dharavi de Bombay -el slum más grande de Asia- que se estima con 700.000 habitantes (es decir, dos veces la población de Belice o Islandia en un solo barrio de viviendas informales) pudiera construir su casa con la técnica de los earthbags -o superadobe- y aquello pareciera un maravilloso paisaje de cuevas de tierra confortables y ecológicas. Desde luego, Nader Khalili, el inventor de esta técnica, estaría orgulloso.
Muchas veces los urbanistas experimentados que trabajan trazando planes maestros, le dan vueltas a cómo solventar la problemática de estos asentamientos precarios y tal vez la solución sea dejar hacer a la gente, educándola para que construyan viviendas sustentables, facilitándoles el acceso a estos materiales sostenibles (si es que no pueden obtenerlos de la propia tierra) y proveyéndoles de servicios públicos de habitabilidad básica como la electricidad, el agua y un saneamiento y gestión de residuos adecuada, porque, por desgracia, las ciudades no van a parar de crecer y la capacidad de los gobiernos de planificar urbanísticamente dicho crecimiento (tanto del norte como del sur) es casi inabarcable ya que la rueda monstruosa del capitalismo no va a parar de girar.
Así que mejor pongámonos a ello: eduquémonos juntos y juntas para construir una arquitectura sin arquitectos sostenible y resiliente.
Como antes, pero mucho mejor.