Alimentar(nos) en el Desastre
Instituto Mesoamericano de Permacultura
El año 2020 expuso la incompetencia de las instituciones y servicios públicos y la falta de voluntad política para transformar las condiciones estructurales que cimientan la crisis eterna en la que viven las mayorías populares. Es más, lejos de existir un interés por solventar las deudas que los Estados de la región tienen con sus poblaciones, parece que las personas que se han adueñado de puestos gubernamentales buscan, tal cual sanguijuelas, desangrar a quienes, por mandato constitucional, deben servir.
Tal vez la analogía entre el gusano chupasangre y la clase política no es la ideal para introducir el tema del artículo de esta edición; que es la entrega de alimentos como estrategia de intervención posterior a desastres provocados por las constantes violaciones a la Naturaleza. Sería más conveniente, entonces, comparar gobiernos con parásitos intestinales que favorecen la anemia y la desnutrición en niñas y niños de Mesoamérica.
Muy bien sabido es que Guatemala posee los peores índices de desnutrición infantil en América Latina; menos mencionado es que la niñez de origen indígena y rural es la que resulta más afectada, sin importar que son parte de la población que se dedica mayoritariamente a tareas agrícolas. Las causas y repercusiones de su mala alimentación no responden a una sola variable, sino que demuestran las múltiples conexiones entre diferentes dimensiones de la sociedad.
Así como la desnutrición infantil está relacionada con muchas variables, una sola variable puede incidir en más de una problemática social. La visión a corto plazo, por ejemplo, influye al momento de invertir en mitigación de riesgos; a pesar de la alta vulnerabilidad ambiental de la región, pocos recursos se dedican a tareas preventivas. Es la misma visión a corto plazo la que dificulta prevenir el agravamiento de la crisis alimentaria durante desastres ambientales.
Ante catástrofes ambientales el tránsito en carreteras, muelles y fronteras es limitado o bloqueado, sin embargo dependemos de comidas que necesitan movilizar materia prima a fábricas y productos industriales a centros de distribución antes de llegar a quienes los consumen. Cabe resaltar que esta cadena de producción de alimentos, sustentada por monocultivos, químicos, exportaciones y explotación laboral, aumenta la vulnerabilidad ambiental y genera contaminación resultante de las actividades de producción, transporte y manufactura de alimentos y del manejo inadecuado de envases, envoltorios y demás desechos sólidos.
Los productos contenidos en la mayoría de paquetes, más que responder a las necesidades nutricionales y prácticas culturales de la población, responden a hábitos de consumo promovidos por la industria alimenticia. Galletas, sopas instantáneas, harinas refinadas, cereales y atoles fortificados, jugos, productos enlatados y demás comidas industriales, además de perjudicar la salud de las personas, fomentan la pérdida de conocimientos ancestrales sobre plantas comestibles y sus formas de preparación.
A las repercusiones mencionadas se les suman las de índole económica. El dinero invertido en la compra y distribución de alimentos termina en manos de grandes empresas, lo que contribuye al aumento de la brecha existente entre la población que vive en pobreza y los pequeños grupos que acaparan la riqueza. Al analizar variables económicas se hace evidente que los múltiples errores estratégicos en la entrega de alimentos no responden solamente a la ineptitud de grupos gobernantes, sino también a la avaricia desmedida de quienes detentan el poder político.
La aprobación de un presupuesto nacional ajustado a los intereses de las élites guatemaltecas, además de evidenciar tal avaricia, suena como el chillar de tripas de un monstruo que busca alimentarse de todo recurso. Afortunadamente, Guatemala demostró, una vez más, que los antojos de cualquier bestia pueden ser anulados por el fuego de la protesta popular; recuerdo obligatorio para el futuro próximo.
Si alimentar la gula de grupos de poder con recursos públicos provenientes de impuestos y préstamos resulta totalmente condenable, se demuestra todavía más desfachatez cuando, además de anteponer intereses personales al bienestar de los pueblos, se busca obtener raja política al hacer creer a la población que la entrega de alimentos es gracias a la bondad de los gobiernos.
Ejemplo de ello es cómo se convirtió en noticia mundial la donación de alimentos realizada por El Salvador (cuya deuda pública es del 92% del PIB) a Guatemala (con una deuda del 31% del PIB) y a Honduras (con un 56% del PIB de deuda) tras el huracán Eta. Gracias a la desmedida campaña propagandística que caracteriza al gobierno del presidente Bukele, actualmente dedicada a parar la caída en popularidad del “dictador millenial”, se enalteció su generosidad evitando señalar que la comida fue pagada con fondos provenientes de préstamos, fue comprada de forma irregular a empresas salvadoreñas, mexicanas y brasileñas vinculadas con casos de corrupción y lavado de dinero y que la Presidencia utiliza al Ejército y la Policía para bloquear auditorías a sus compras.
En este punto vale la pena preguntarnos si equiparar gobernantes con parásitos intestinales resulta justo para estos últimos. Mientras la vida del parásito depende del robo de nutrientes, las elites que han usurpado el poder político y económico cuentan con los recursos necesarios no sólo para satisfacer sus comodidades, sino para mejorar la calidad de vida de naciones enteras. En todo caso, de poco sirve eliminar continuamente los parásitos intestinales mientras las condiciones que permiten su transmisión permanezcan sin cambio alguno. Lo que nos compete entonces es potenciar mecanismos que faciliten encarar la actual crisis alimentaria que empeora durante y después de desastres ambientales.
Al reconocer la complejidad de las dinámicas sociales relacionadas con la alimentación (muy bien retratadas en la entrega de paquetes alimenticios) se hace más obvia la relevancia de las propuestas que organizaciones civiles gritan incansablemente a oídos sordos. Estrategias como la redistribución de la tierra mediante una reforma agraria, la transición del modelo de agricultura actual hacia alternativas ecológicas, el fortalecimiento de los mercados locales, la diversificación de cultivos incorporando especies criollas y nativas y la promoción de la soberanía alimentaria permitirán minimizar los impactos de los próximos desastres naturales y al mismo tiempo contribuirán a la transformación de nuestras estructuras sociales fallidas. ¿Asumiremos nuestra responsabilidad o esperaremos a que banderas blancas nos recuerden nuevamente la urgencia de ello?