¿Más de lo mismo? Estados Unidos, Guatemala e inmigración en 2021
Por Henry Bielenberg
Los primeros meses de 2021 permitieron sentirse un poco optimista respecto a la evolución de las relaciones entre Estados Unidos y Guatemala. En febrero, ambos países acordaron suspender el Acuerdo de Cooperación de Asilo (ACA), conocido popularmente como el «acuerdo de tercer país seguro», poniendo fin a una política ineficaz y desequilibrada que permitía que los solicitantes de asilo no guatemaltecos fueran deportados desde Estados Unidos a Guatemala, donde posteriormente se mediaba en sus solicitudes de asilo. A pesar de que Guatemala no poseía ni las capacidades de seguridad ni la infraestructura burocrática necesarias para garantizar la seguridad provisional de los refugiados, este acuerdo fue hecho a la fuerza en el 2019 entre amenazas de aumento de aranceles e impuestos sobre las remesas, agilizando aún más la capacidad de EE.UU. para deportar rápidamente a los solicitantes de asilo antes de que pudieran presentar solicitudes en suelo estadounidense.
El fin del ACA representó lo que muchos esperaban que fuera un enfoque marcadamente diferente de Estados Unidos hacia las relaciones con su vecino latinoamericano. Lejos de la retórica belicosa de muros y prohibiciones de viaje que habían llegado a definir la disfuncional relación Trump-Morales, el nuevo enfoque de Estados Unidos hacia Guatemala, resumido en “El Plan Biden para construir seguridad y prosperidad en asociación con la gente de Centroamérica”, parecía significativamente más inclinado a la cooperación.
Por supuesto, aunque se han trazado nuevas líneas de negociación entre las dos naciones, el tema fundamental de las relaciones entre Estados Unidos y Guatemala seguirá siendo la migración, concretamente la inmigración ilegal de centroamericanos a Estados Unidos. El gobierno de Biden ha sido consistente en su deseo de reducir el flujo de inmigrantes de Centroamérica «abordando las causas fundamentales de la migración». La grandiosa, aunque vaga, estrategia propuesta para ello consiste en un plan de cuatro mil millones de dólares destinado a abordar estas causas centrándose en las siguientes áreas: mejorar las capacidades de seguridad nacional, aumentar la inversión privada en Centroamérica, abordar la corrupción y reducir la pobreza.
A juzgar sólo por la retórica que la rodea, esta iniciativa debería ser alabada. Al parecer, el gobierno de Biden pretende reducir el flujo de inmigrantes hacia los Estados Unidos creando condiciones económicas y de seguridad en los países de origen de los posibles inmigrantes que alivien los factores que impulsan la migración en primer lugar. En la práctica, sin embargo, la política deja mucho que desear. Las acciones del gobierno Biden en el 2021 hacia Centroamérica han demostrado hasta ahora que, se trata de una repensada e inacertada política estadounidense hacia México y Centroamérica, o que, de manera más cínica, se trata de políticas de la actual administración que simplemente representan un enfoque mejorado de las relaciones públicas internas.
A lo largo de la última década, el enfoque estadounidense a la inmigración se ha centrado cada vez más en subcontratar la seguridad fronteriza de sus vecinos del sur. Esta innovación en la política se mostró vigente en 2014, cuando Estados Unidos financió y apoyó el «Programa Frontera Sur» de México, con la intención de fortalecer este lado de la frontera contra los inmigrantes centroamericanos, militarizando aún más la patrulla fronteriza de México y aumentando la aprehensión de las fuerzas mexicanas contra inmigrantes hacia los Estados Unidos en un 71% entre julio de 2014 y junio de 2015. En lugar de apuntar hacia las principales causas del problema, la política estadounidense reciente se ha centrado en impulsar la vigilancia de la migración lejos de sus fronteras físicas y dentro de la esfera de responsabilidad de México y América Central.
Esta externalización de la vigilancia fronteriza es un componente fundamental del plan de Biden para Centroamérica. Durante una reunión en junio de 2021 entre la vicepresidenta estadounidense Kamala Harris y el presidente guatemalteco Alejandro Giammattei, Harris se comprometió a trabajar para fortalecer la cooperación entre las dos naciones. Uno de los pocos compromisos concretos que surgieron de la reunión fue la oferta de EE.UU. de enviar a 16 empleados del Departamento de Seguridad Nacional a Guatemala con el fin de capacitar a los miembros de la patrulla fronteriza guatemalteca para que vigilaran mejor sus fronteras contra los migrantes en ruta hacia EE.UU. Esta estrategia, tanto en México como en Guatemala, no busca resolver ningún factor que impulse la migración, simplemente busca contener a los migrantes. Las trágicas escenas de inmigrantes enfrentándose a los agentes de control fronterizo a lo largo de la frontera entre México y EE.UU. han sido siempre un desastre de relaciones públicas para las administraciones estadounidenses; los recientes cambios en la política sólo buscan empujar estos enfrentamientos hacia el sur, fuera de la vista del electorado estadounidense.
En abril del 2021, al anunciar acuerdos con México, Guatemala y Honduras para reforzar aún más su seguridad fronteriza, la secretaria de prensa de la Casa Blanca, Jen Psaki, afirmó que “el objetivo es hacer más difícil el viaje y hacer más difícil el cruce de la frontera». Siendo claros sobre la estrategia de la administración para reducir la inmigración ilegal, esta franqueza ciertamente contrasta con las cálidas promesas de cooperación y solidaridad que se ven en los recientes comunicados estadounidenses.
Si el enfoque de EE.UU. sobre la seguridad fronteriza ha sido claro a lo largo de los últimos meses, otros componentes de su plan para «construir seguridad y prosperidad» en Centroamérica siguen siendo opacos. El deseo expresado de movilizar aún más la inversión privada no es nada nuevo en la región; la promesa de un desarrollo impulsado por los inversores ha sido un aspecto fundamental de las políticas económicas del siglo pasado que, en todo caso, nos han llevado a las crisis contemporáneas. Del mismo modo, el tema crítico de la corrupción ha sido una fuente constante de discusión entre las dos naciones en 2021, aunque mientras, sólo hay respuestas limitadas. La anulación de un puñado de visas se queda corta frente a la legítima confrontación necesaria con las estructuras que permiten y fomentan la corrupción sistémica.
El reto de desarrollar una relación política consecuente entre Estados Unidos y Guatemala, así como con el resto de Centroamérica, radica en definir con precisión las causas fundamentales de la disparidad que impulsa la migración hacia el norte y desarrollar soluciones cooperativas. Por supuesto, esto es más fácil de decirlo que hacerlo. Los efectos acumulados de la corrupción, el colonialismo y décadas de conflicto han consolidado las desigualdades en la región hasta el punto de que la tarea de desarraigarlas es un compromiso verdaderamente monumental.
La política actual de Estados Unidos ha tenido el efecto principal de empujar más violencia hacia el sur, agravando una situación ya precaria. Si bien esto puede aliviar temporalmente la presión directa sobre los Estados Unidos, no representa un enfoque sostenible de las relaciones internacionales y no resultará en la disolución de ninguno de los factores clave detrás de las migraciones forzadas. Desde un punto de vista puramente pragmático, si EEUU desea encontrar una solución a largo plazo a las migraciones, a las cuales considera como una amenaza, deben ponerse en marcha políticas a largo plazo, que no pasen simplemente el tema a la próxima administración. Quizás esto comience con una mirada más honesta a las causas fundamentales de las desigualdades regionales y una evaluación más seria de cómo fortalecer la cooperación y la solidaridad interamericana.