Identidad, Privilegio y orgullo: La historia de Rodrigo, Guna de Panamá
Por: Rodrigo Medina
No soy como los demás gunadule; quiero decir, me parezco a los demás, como se describen en las crónicas españolas: nariz aguileña, espalda ancha, bajo de estatura, cabello negro y abundante, espíritu rebelde y con una insaciable necesidad por apoyar a mi pueblo. Pero no hablo dulegaya, crecí en la Ciudad de Panamá desde que soy consciente y hasta hace dos años no sabía que era gunadule.
Sé lo extraño que es leer eso, sobre no saber quién era. Preguntas como “¿por qué no te pareces a tu mamá o papá?” y demás comentarios similares que me incomodaron por años, no por pena, ni porque intentara ser algo que no soy, sino tal vez para proteger algo que se me había negado, poder verme reflejado en mi mamá y papá; tal vez por miedo de aceptarme diferente a quienes me vieron crecer.
Cuando tenía ocho meses, mi madre biológica voló desde Usdub hacia la ciudad. Allí me resguardó hasta el día que me entregó a mi mamá y papá adoptivos, quienes decidieron guardar por años el secreto de quien soy. Hoy, con 24 años y solo desde hace dos sabiendo mi origen, sigo descubriéndome en mis paisanos.
Recuerdo que fui a ver una obra de teatro con mis padres en donde una joven se debatía entre decirle o no a los suyos que estaba embarazada. Ella pensaba en las posibles salidas de su dilema, y una de ellas era dar a su bebé en adopción. Inmediatamente se imaginaba también a ella misma en un futuro, buscándola.
Al salir fuimos a comer a una pizzería y entre comentario y opinión llegamos a la pregunta que me importaba, ¿qué pasó? ¿de dónde soy? ¿quién soy? Mientras preguntaba y lloraba descubrí que había nacido en Gunayala, que por meses mis padres habían querido adoptar luego de perder a otros bebés, y que una amiga de la familia conocía a una señora que tenía una hermana -mi madre biológica- que tenía un hijo al que no podía tener.
Esa noche un universo se abrió ante mis ojos porque, hasta entonces no sabía que era guna, que mi estirpe era guerrera y que no hablaba ningún dialecto sino una lengua centenaria. Las piezas se fueron ajustando, recuerdos de un amigo de la familia enseñándome una palabra en dulegaya, isbe (espejo), y de cuando ese mismo amigo me regaló a los 16, el Gayamar Sabga, diccionario del dulegaya al castellano.
La gente ha pensado que soy de otros países y me han preguntado si soy chino o japonés; un profesor me preguntó si era filipino, y, no por pena, ni por intentar ser algo que no soy, dije que sí. Mi familia adoptiva es migrante; mi madre es chilena y mi padre colombiano, y como tal, crecí desayunando arepas y comiendo once, ambas tradicionales comidas de estos países.
No soy como los otros gunadule, estudié en una escuela privada y judía, sé más de la Shoá (holocausto en hebreo) que del Babigala (la historia colectiva guna). Mi verdadera identidad no estaba al nivel del mundo occidental, y por eso aprendí la historia europea, sé de sofismos y lógica; pero mi verdadero yo aún aprende sobre espiritualidad, el significado del cacao y de la preparación del madun (bebida tradicional guna).
Si en mi escuela hubiesen apostado por al menos, alguna vez hablarme de la Revolución Guna, estaría agradecido. Si nos hubiesen enseñado a contar del uno al diez en dulegaya, ahora no tendría pena de saber a medias nuestra matemática.
Mi casa está cubierta con cuadros, máscaras, exposiciones de diversas culturas y personas, pero no hay ni una sola mola, (el arte tradicional Guna). A veces a mis padres se les sale decir: “San Blas”, el nombre colonizador con el que se le conoce al territorio gunadule. Mientras crecía me enlistaron en los Boy Scouts, en gimnasia y en cualquier actividad que quisiera, pero nunca supe de la danza guna ni del gammu, un instrumento de aire centenario.
Mi historia es tan complicada como sencilla, pero denota la experiencia de un guna-urbano, un gurbano, alguien que creció a kilómetros de su cultura, a veces a metros de ella, pero con una gran distancia en el pensamiento. No puedo seguir apuntando con los dedos ni lamentarme, no puedo seguir agobiando a mis padres con la misma pregunta sobre ¿por qué no me dijeron antes?
Desde que supe mi identidad, duermo con el diccionario al lado, e intento seguir a cualquier persona gunadule en las redes sociales solo para leer sus comentarios. Corrí inmediatamente a la Asociación de Estudiantes Kunas Universitarios (AEKU) y me dispuse a participar en cualquier actividad relacionada a ellos; he viajado dos veces a mi lugar de nacimiento y he recorrido -aunque superficialmente- de punta a punta mi comarca.
Tomé un diplomado de Educación Bilingüe Intercultural y Saberes Ancestrales del Pueblo Gunadule sin hablar el idioma y escuché a los Ologunalilergan, (conocedores de la cultura), hablar de espiritualidad, educación, lecto-escritura y matemática.
He leído todo lo que ha caído en mis manos escrito por paisanos o por wagmar (no Indígenas). No obstante, sin importar a donde vaya, aún me siento lejano a todo; son mi gente y nunca me han apartado; todo lo contrario, han sido comprensibles e incluso me instruyen; pero sé que este vacío solo lo iré llenando yo poco a poco.
A los Indígenas que no tuvieron el privilegio de crecer en su territorio, a aquellos que como yo -hayan decidido o no- existir lejos de su identidad, les digo: ¡aún hay tiempo de aprender! Tenemos la suerte de proteger celosamente nuestros conocimientos, así que viajen, pregunten, siéntanse diferentes, porque eso nos llenará de interrogantes, cuiden a sus ancestros. La comunicación oral es importante, nuestras lenguas representan resistencia, ya sea que tengamos 20, 40, 60 años, aprendámoslas, no dejemos morir esta riqueza.
Quisiera ser la última persona que viva lejos de sus raíces. Quisiera que todos mis gunadules abrazaran anmar daed, (nuestra forma de ser), quisiera que este Estado pusiera a la par del castellano a todos los idiomas Indígenas. Estaría encantado de que la infancia que se vive en mi comarca no la vieran como “pobreza multidimensional” o “poblaciones que se han quedado atrás del desarrollo”. Quiero ser el último gunadule que tenga que oír la palabra “indios” para calificarnos, y que dejen de quejarse de los requisitos que hemos establecido para que se pueda entrar en nuestro territorio.
Hasta entonces, seguiré llamándome indigenista, anticolonialista. Seguiré pintándome con nisar, (el achiote que da la pigmentación roja a los gunadule), y no cesaré de emocionarme cada Bila Nii, (mes de la Revolución), nunca dejaré de ir a Gunayala; pase lo que pase, seguiré siendo, gungidule, un “guna de oro”.
Sobre el autor
Rodrigo Medina nació en la comarca Gunayala de Panamá, comunidad de Usdub. Creció en la ciudad del mismo país y se gradué de periodismo en la Universidad Nacional. Desde pequeño, supo que quería trabajar en la escritura. Sus artículos han sido publicados en la revista IMAGiNA de la Secretaría Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación (Senacyt) y recientemente he redactado notas y entrevistas para el semanario Capital Financiero.