Crónicas de Ciudad Cimera (Primera Parte)
Por Mario R. Loarca Pineda
Esta parte se ambienta en el segundo semestre de 2009.
Coincide con el segundo año del gobierno presidido por Álvaro Colom, que impulsó algunas reformas tales como la renovación de las radioemisoras nacionales o departamentales que encabezaba TGW, la voz de Guatemala.
En el plano local la llamada administración Barrientos Pellecer ocupaba el ayuntamiento por un segundo período consecutivo (2008-2012)
Camilo, el transeúnte que va recorriendo las calles donde se encuentra con distintos personajes que le brindan sus apreciaciones subjetivas, es un asiduo radioescucha; alguien que ha conseguido librarse del dominio de la tv y que mira de reojo a quienes permanecen enchufados a los teléfonos móviles que aquí se acostumbra llamar celulares.
A la manera de Dedalus, morando en una aldea
24 de junio, año 2009, noche de San Juan, que en España se festeja haciendo hogueras. Empiezo una saga de relatos que me propongo plasmar desde mi condición ontológica-asumida de extranjero en su propia tierra. Me llaman Camilo y habito en un pueblón de nombre Xelajú o Quetzaltenango, mismo que he preferido denominar la Ciudad Cimera, tal como lo bautizara el boticario don Mariano Fuentes Zuasnábar, bardo conocido en su anterior reencarnación bajo el pseudónimo de Emiro Fuensanta.
El día de ayer me levanté con intención de cumplir las pequeñas tareas matutinas: quitar el pestillo de la puerta de calle para que pudiera ingresar Felicia la repostera, verter una ración de pienso gatuno en el recipiente de Sandymount, preparar un licuado de avena cruda con leche de soya para la perrita Laika, colocar un tazón de maicillo en el comedero de los humildes pajarillos que pernoctan en el árbol de eucalipto y –de paso- detectar las excretas felinas y caninas que más tarde habré de recoger y depositar en un tambo.
Una vez cumplida esa primera parte de la jornada preparé mi propio licuado, casi la misma mezcla que recibió la cosmonauta Laika-CCCP, me lo bebí y tomé una ducha calientita de veinte minutos.
Cerca de las ocho tomé el complemento del desayuno: un tazón de chocolate con canela, del Superior de las Chávez Anzorena, pan integral menonita con queso de Los Cubanitos y una tacita de café expreso procedente de la finca Santa Elena, de San Felipe Retalhuleu. Medio escuché el retaceado noticiero de Radio Francia Internacional que, de mala manera, retransmitió TGQ-la voz de Quetzaltenango-desde la cuna de la cultura.
Me acomodé en el viejo sillón rojo y dediqué más de una hora a continuar con la lectura de antiguo libro que me ha cautivado: Vida de Cristóbal Colón, obra escrita por Salvador de Madariaga. Leí y saboreé a placer, sin olvidarme de anotar los vocablos menos conocidos en el reverso de unas notas de consumo de la Despensa Popular que hoy ocupa el edificio del antiguo Cine Cadore-su sala musical, a una cuadra del jardín central que mucha gente todavía acostumbra llamar parque.
De antemano había delineado un recorrido urbano teniendo en mente ciertas tareas pendientes: ir al Banco de la República (BR) agencia-centro, comprar queso fresco donde Los Cubanitos (producido en Retalhuleu) y una bolsa de concentrado para cachorros en la tienda Natividad, que es atendida por un cofrade nativo de Alta Verapaz matrimoniado con una quetzalteca de corte plegado con randa.
A las 10:35 llamó Fabiola, la cajera principal del BR, para avisarme que el cheque estaba listo. Salí de casa veinte minutos más tarde tras haber platicado un ratito con Felicia la repostera neoyorkina de ancestro calabrés.
Tomé la 9ª avenida de bajada porque resulta más agradable que la 12ª, ya que ésta suele ser transitada por gente mirona y preguntona con quienes no deseaba cruzarme. Pasé enfrente del taller radiotécnico del médium espírita Tonito Herrera Minera, primer vegetariano confeso en esta Xelajú de dulces manzanales y saludé a su vecino, un dicharachero limpiador de autos que merodea cerca de la pileta pública del Caracol.
Cuando descendía por la cuesta observé algunos feligreses que se iban congregando en el salón de la comunidad carismática-cismática San Francisco de Asís. Continué rumbo a la calle de la Pensión Bonifaz para alcanzar el edificio Rivera, donde queda la sucursal del BR. Pasando enfrente de la renombrada hospedería observé la figura egregia de don Jorge Mario Bonifaz Lagrange quien conversaba con otro señorón entacuchado.
De modo espontáneo me acerqué y me entretuve escuchando los asuntos que suelen preocupar y ocupar a ciertos ciudadanos notables de la Ciudad Cimera: la ausencia de mingitorios y wc públicos; las deposiciones humanas que adornan y atufan las calles del llamado centro histórico; la abusiva y prepotente apropiación de aceras convertidas en estacionamiento para bancos y otros negocios boyantes; la migración rural que provoca tanta suciedad y tremendo caos en la otrora felicísima Xelajú, cuyas aceras estuvieron –hubo una vez- cubiertas con lajas traídas del río Xekijel.
¡Oh calles plateadas, bañadas de luna que fueron la cuna de una pestífera muchedumbre de bellacos!
Habiéndome despedido de don Bonifaz Lagrange y de su contertulio de ocasión me deslicé por la pendiente del edificio Rivera donde, en la centuria pasada, quedaba la oficina-terminal de Rutas Lima.
Excursus. Ventajas que brindan al pasaje las Rutas Lima. Moderno equipo y personal experto, garantía para su persona y equipaje, más comodidad y seguridad que en un coche particular. Usted economizará dinero, tiempo y hasta nervios, pues con nosotros viajará con más tranquilidad.
Línea diaria de Guatemala a Chimaltenango, Tecpán, Panajachel, Sololá, Chichicastenango, Quiché, Totonicapán, Quetzaltenango, San Marcos y Huehuetenango. Lugares intermedios y viceversa. Ayúdenos a vigilar su equipaje en las terminales de esta empresa. (Tomado de diario El Imparcial, abril de 1960)
Ingresé a la sucursal del BR resuelto a depositar el codiciado cheque en mi cuenta. Doña Fabi, quien pareciera estar acostumbrada a afrontar la vida poseída por un ánimo bomberil, efectuó la operación e instruyó a Raquel, la joven cajera de carita simpática que lucía como diez años mayor con su nuevo corte de pelo, además del atuendo color verde militar, vistoso uniforme institucional.
A la salida, en la esquina del centenario Banco de Occidente, escuché a un par de turistas medio perdidas que hablaban en una lengua extraña. Les pregunté qué buscaban y respondieron que el hostal Schwarze Kater, antigua Casa Kaehler. Resultaron ser polacas, la una oriunda de Cracovia y la otra de Lödz. Me ofrecí a guiarlas al lugar y así poder platicar un rato, chapurreando en alemán por la cuesta de la Bonifaz y parte de la avenida Juan José Ortega, la mejor calle del pueblo según dijera el vate francófilo Víctor Villagrán Amaya.
Excursus. Por un instante tornaron a mi mente ciertas imágenes de Varsovia, la capital de Polonia: la recepción y el sobrio pasillo del hotel universitario Hermes, la sede del CESLA concurrida de jóvenes polacas que conversaban en portugués brasileiro; los viejos tranvías, el ocurrente tiquillo cicerone que me condujo a mirar los restos del gheto judío; un menú típico a base de embutidos, coles y betabeles en el café Hortex; la borrachera con vodka y cerveza junto al médico homeópata peruano, un disidente del movimiento senderista; los fantasmales músicos callejeros, auténticos angelitos guardianes, que me orientaron parloteando en alemán después de la media noche.
Evoqué las dos semanas de asilo en un recóndito convento regido por misioneros combonianos hispanos y lusitanos, la piadosa candidez de un par de escolásticos pecositos y pelirrojos; la beldad de los jóvenes de ambos sexos que se congregaban en el parque Frederik Chopin para asistir a un concierto público; el retorno a Vindobona (Viena, Austria) a bordo de un convoy polaco cargado de vodka Zubrówka y cajas de cigarrillos Marlboro de contrabando, todo bien guardadito debajo de los cojines, en la base misma de los asientos. ¿Cómo negarme pues, a guiar al par de turistas del hospitalario país de Kolakowsky, de Wajda y de Kieslowsky?
Tras despedirme de las polacas, continué mi ronda subiendo por la avenida ML Barillas hasta la calle de Cajolá por donde habitaba Azucena, sin par Dulcinea de mi mocedad; la 16ª avenida donde estuvo el chalet de doña Olimpia Aguilar (tan gentil y tan de la iglesia); después el antiguo establo suizo, el así nombrado edificio Rialto de Arieo Caffaro, el Colegio Evangélico La Patria (CELPA) y finalmente el expendio de lácteos Los Cubanitos.
De regreso, bordeando el CELPA, tomé la 2ª calle para alcanzar la tienda Natividad y comprar, con rebaja de Q5, un par de kilos de Dog Chow que servirán de sustento a la canija Laika. El propietario, que me despide con el acostumbrado Dios lo bendiga, se lamentaba de los timos de un presunto proveedor de canarios que se esfumó con todo y las jaulas.
Retorné apresurado, temiendo que me alcanzara la lluvia. Aún tuve tiempo de quitar la ropa seca y luego cumplir con la ineludible tarea de servirles sus raciones de pienso a mutzi Laika y a mutzi Sandymount, en ese orden.
Lo que siguió después: una salsa de tomate con cebolla y chipilín, las patatas con huevos de una granja de campesinas viudas, proveídos por Felicia la repostera, el lavado de trastes, el capuccino de la tarde, la llamada de la alemancita Tania que se ha escapado a surfear a Sipacate y un corazón que se inquieta, el pan ciabatta de Felicia con un poco de queso, por último el ameno programa de la Maestra Julieta Fierro, astrónoma de la UNAM, que transmite Radio Red-1110 desde la Ciudad de México (CDMX).
Tercer martes de julio, me pareció haber vivido una jornada singular que aconteció como sigue: decidí aprovechar un par de horas en casa leyendo la Vida del Muy Magnífico Señor Don Cristóbal Colón, texto que he disfrutado como si se tratase de un exquisito manjar conventual. Así pues, sentado en el sillón rojo, desteñido y arrugado (que comparto con el minino Sandymount), me mantuve entregado al goce de la lectura y la divagación mental.
Poco antes del mediodía salí a la calle con intención de pasar a la tienda de Lupita y Bertita Chávez Anzorena para mercar una ración del ate de membrillo estilo michoacano; en el lugar platiqué un rato con el dramaturgo Lu-Natykón y un trío de apresurados turistas madrileños que entraron a mercar chocolate confitado y de inmediato continuaron su gira rumbo a Panajachel.
Permanecí un rato más junto a ellas, escuchando sus recuerdos en torno a cierta dama alteña de alcurnia, que fuera muy mentada cuarenta años atrás, doña Piedad. El par de chocolateras se batió haciendo memorioso recuento de los Zepeda, una familia emigrada a la Guate city y esfumada de la Ciudad Cimera hace ya largo tiempo.
– Ellos construyeron una fábrica de refrescos embotellados en la 14 avenida frente al jardín Bethel; Piedad era una señora muy distinguida que vivió en la casona de piedra donde hoy funciona una empresa funeraria, cerquita del puente.
– Piedad acostumbraba asistir a los servicios religiosos de la Catedral del Espíritu Santo y le gustaba pasearse por el centro con sus seis perritos pekineses ataviados con suéter y abrigo. Junto con los perritos entraba a visitar la Joyería Maya, de Magín y Olguita y después la farmacia de don Mariano Fuentes.
Al salir de la tienda de las Chávez tomé la callecita que pasa por detrás de la catedral, descendí por las escaleras del mercado viejo que hacen tope en La Florida y seguí hasta la mejor calle del pueblo (según Villagrán Amaya), donde queda un bazar berberisco nombrado La Aljama Al-Natury.
Ingresé, nos saludamos y el mercader amoriscado me indicó que la música escuchada era una canción que remite a nuestros tiempos idos de solidaridad y revolución: de tu querida presencia, comandante Ché Guevara.
Indagué por el precio del amaranto y los pasteles nutritivos del día.
¡Vaya casualidad, un encuentro inesperado!
En fin, opté por tomar una merienda y compartir el rato con ella. Platicamos de los gatos y sus amos, de los años que pasamos en México DF, de la apabullante imagen corporativa del fried chicken nacional y de su impacto en la mala nutrición de la masa de consumidores.
El amoriscado, revestido con turbante y albornoz, intervino por ráfagas contándonos de sus nuevos experimentos mezclando cafés declaradamente orgánicos y del proyecto o espejismo de vender paquetes semanales de hortalizas variadas, aparentemente libres de transgénicos.
-¡Púchica, qué chido, te va a ir rebien proveyendo al montón de turistas gringos que son veganos!
Mientras observaba a Felicia, con sus ojos azules y su tipo nítidamente calabrés recordé nuestros devaneos en México DF cuando tuve el impulso de acercarme a ella en plan de fraguar un nexo de sexo. Transcurridos 25 años (bodas de plata) he venido a encontrármela junto a un consorte vejancón, ambos emigrados a la Ciudad Cimera por amor y yo viviendo como un extranjero ontológico en mi natal aldea.
Al despedirnos permanecí media hora más en La Aljama y le he contado al maghrebí de una conversación pía que -días atrás- sostuve con el Sri Aurobindo, en torno al papel deletéreo de cierto prelado alteño; de las disputas por depósitos bancarios entre el monseñor jubilado y algunos clérigos nativos que todavía tienen el descaro de enarbolar las banderas de la revolución popular y la liberación de los oprimidos.
—Mario R. Loarca Pineda es escritor guatemalteco, ha publicado artículos y ensayos en revistas de México y América Central. En 2006 apareció su libro Pecado Nefando México DF, Juan Pablos-UNICACH, (puede leer la reseña de su libro aquí). Tiene formación en Psicología Social y en Estudios Latinoamericanos.
Foto de portada por Carol Ixtabalan.